domingo, 23 de septiembre de 2012

Nueve palomas y una distracción

Betiana Tkaczyk
23 de septiembre de 2012
Ana arroja a las palomas un puñadito de maíz abriendo torpe su mano. Lo hace simple, sin vueltas, como le ha explicado su papá, aún sin saber porqué lo hace, ni para qué lo hace, sólo intentando. Las palomas no resisten la tentación de alimentarse y se acercan rápido, feroces, nueve aves revoloteando a centímetros de su cabeza, de sus manos, de su paquetito de granos. Ella se sorprende, se alegra, lloriquea, se vuelve a sorprender con cada movimiento, y así descubre cuánto esto le gusta.
Frente a ella, Mario, un hombre calvo y mayor, arroja a las palomas un puñadito de maíz abriendo torpe su mano. Lo hace simple, sin vueltas, como lo ha hecho en su infancia, porque las palomas no resisten la tentación de alimentarse, lo sabe, lo ha experimentado, el tiempo está previsto en todo antes que todo. Él disfruta mientras conoce lo que espera, e igualmente se sorprende, se asusta, se emociona, se vuelve a sorprender con cada movimiento de las nueve palomas, confirmando una vez más cuánto esto le gusta.
Una y otro desparraman, torpe, los granos. Pequeñas ilusiones por el piso, devoradas por palomas, que comen, como Mario, como Ana, como el resto de los que están en el parque. Las aves giran con las ráfagas, van y vienen, contra el sol que no quema, contra el agua que no ahoga, que no reseca las alas, es primavera. El ambiente huele a pasto, a flores, a agitación de púberes, adolescentes, jóvenes, todos en plena gimnasia de ruedas, variando las velocidades, experimentando el sudor, las hormonas, la completa certeza de haberse olvidado, para siempre, de las bolsitas de maíz.
Ana y Mario se espejan, una y otro, manteniendo el recipiente en sus manos. Ana aprende. Mario sabe que no hay ruedas que puedan hacer olvidar las bolsitas de maíz. Una y otro se espejan en sus sonrisas. Una y otro en sus sorpresas. Una y otro en la distancia que los separa de las palomas por las cuales no se alcanzan a ver. No han ido juntos al parque, no han ido solos al parque.
El padre de ella y la hija de él los contemplan, sentados en el mismo banco, a proporcional distancia inversa. Eventualmente, se centran en los movimientos de las palomas, que reconocen haber visto en su infancia. Cada uno recuerda cuántas veces las espantó en bicicleta. No están seguros de estar seguros, pero, de tanto en tanto, se miran, se observan. Ella siente que está a punto de hablarle, pero no lo hace. Él siente que está a punto de ofrecerle un mate, pero no lo hace.
Pasan dos bicicletas rodando furiosamente enamoradas. Espantan con su paso, abruptamente, a las nueve palomas. Ana y Mario, enfrentados, encuentran sus miradas por primera vez. Se reconocen las bolsitas de maíz en sus manos. Se confirman con un movimiento, esta vez, voluntariamente espejado. Hermoso, dicen al unísono, el padre de ella y la hija de él, y se olvidan de todo, por un rato, detenidos en la fresca conversación, de una y otro, de Ana y Mario, y de las palomas que vuelan tan rápido en la vida.