(Se recomienda
leer primero: "Dios y su economía de recursos")
Betiana Tkaczyk
23 de abril del
2012
El hombre se sentó
en el pedacito de horizonte que Dios le había encomendado. Sus patitas quedaron
colgando. Miró hacia abajo, no había nada, solo blanco. Se rascó la
barbilla crecida. Repiqueteó con los dedos sobre la línea. Decidió olvidarse de
la administración del horizonte sugerida por Dios.
Voy a hacer lo que
se me antoje, pensó.
Giró su cabeza a
un costado y al otro, mirando que nadie lo haya visto tomar semejante
decisión. Ahí se dio cuenta que alrededor no había nada ni nadie.
¿Y el resto?, se
preguntó.
Vivió el tiempo
donde dudó haber inventado aquella primera conversación con Dios. Hubo silencio por tres años.
-¡Esto es un
embole!- gritó.
Viento, viento,
viento.
Volaron la mitad
de sus pelos. El hombre, asustado, se paró. Caminó de una punta a la otra de la
línea, y cuando llegó al final, volvió. Para entonces tenía noventa años.
-Lo dije al
principio, ¡esto es una estafa!- susurró con su vozarrón.
Silencio.
Silencio. Silencio.
Y empezó a
preguntarse, ya más cansado y sigiloso -¿Para qué vine yo a la línea,
entonces?, ¿para qué vine yo a la línea, entonces?-
Mientras, los
impacientes, en otro espacio desconocido, trataban de seducir a Dios con
variados y desprejuiciados esfuerzos. Nadie logró hacer que Dios los cargara
hasta su línea, y les mostrara el fin de ese hombre. Algunos impacientes
denunciaron a Dios por coquetear con ellos, sin darles lo que él les prometía.
Pero al Todopoderoso lo tenían todos cansado, y simplemente se movía
sigiloso.
El hombre sobre la
línea, sin embargo, nunca llegó en su vida a sentir que había sido creado a imagen y
semejanza de él, por eso siguió haciéndose, cansado y sigilosamente, la misma pregunta mal formulada. También por eso, se encuentra hoy, desconociendo la verdadera respuesta, y aún sobre la misma línea.